Adiós es una palabra efímera que a veces ni siquiera podemos pronunciar porque, sin saberlo, esa es la última vez que verás a quien en ese momento despides. Es una palabra que tememos susurrar y que, sin embargo, estamos obligados a decir una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez…Es el peso de la despedida. Esa despedida que en ocasiones envuelve la tragedia. Y la tragedia viene y va a su antojo, tocando nuestra vida y saliendo de nuevo de ella, como si nunca hubiera existido, pero dejando tras de sí los estragos de su paso. En ocasiones la tragedia decide visitar y destrozar la inocencia, y es en ese momento cuando la maldices una y otra vez, cuando no hay consuelo ni justicia en este mundo cruel que hemos creado. Dejadnos contaros la historia de un pequeñín que conocimos hace no mucho y al que hemos tenido que despedir. Este pequeñín nació en el interior de una nave oscura y fría, una remota granja de un pueblo cualquiera, como todas las que mancillan nuestros montes y bosques. Como todos los de su especie, un cerdo, fue separado de su madre cuando llegó el momento del destete, y junto al resto de lechones aguardaba su nueva ubicación. Y allí lo alimentarían y esperaría durante algunos meses más, hasta que su cuerpo fuera lo suficientemente grande como para resultar rentable al granjero que lo llevaría al matadero. Los cerdos son animales sociables y amigables. Son animales extremadamente sensibles y asustadizos que disfrutan de la compañía y que, como nos sucede a nosotros, temen a la soledad. La vida de este pequeñín estaba escrita en los libros de cuentas del granjero, pero una pequeña luz brotó de la oscuridad e hizo que este pequeño bebé lograra escapar de aquella granja y del oscuro destino que le esperaba. Podríamos hablar de fortuna, pues sólo unos pocos entre los millones que mueren cada año en este país, logran escapar de la cadena de explotación animal y vivir una vida diferente. Su vida.

 

Gracias a la insistencia de una compañera, este pequeño cerdo llegó una noche de principios de Noviembre a Feeling Free Sanctuary. Le costaba respirar, así que enseguida nos dimos cuenta que quizá una enfermedad había sido el motivo por el que pudo salir de la granja.

A ese pequeñín le llamamos Mak, y la enfermedad que le atacaba era una neumonía.

Mak resultó ser un cerdo tierno y asustadizo, muy tranquilo y con un halo de tristeza que nunca le abandonó. Le costaba respirar, por ese motivo se pasaba la mayor parte del tiempo tumbado junto a la estufa, y se levantaba para comer o beber. Los cerdos son extremadamente inteligentes, así que cuando nos dimos cuenta Mak ya se había adueñado del sofá. La mirada tristona, y saber que su vida pendía de un hilo, bastaba para haberle concedido cualquier deseo que hubiera tenido. Y nos preguntábamos si era sólo esa mirada, o si echaba de menos a su familia. A los que hemos tenido la suerte de nacer humanos esto puede resultarnos extraño, pero imaginemos que somos un individuo que sólo ha conocido un lugar… un lugar que ha compartido con su familia. Allí quedaron su madre, su padre, sus hermanos, sus amigos… Los olores conocidos que jamás ha vuelto a experimentar y que le aportaban la seguridad del hogar, aunque ese hogar tuviera el peor de los destinos escrito para él.

 

Nunca olvidaremos el día que conoció a Enola. Enola es una cerdita algo más mayor que él, llena de vitalidad, un terremoto. Mak yacía tumbado, como siempre, respirando con dificultad. Pero cuando se percató de la presencia de Enola, corrió hacía ella con un brillo en sus ojos que hasta entonces no habíamos visto. Por unos instantes Mak quiso ser un cerdo más, y a empujón limpio peleó por la ración de comida que le correspondía… Aquella rechoncha rosada no se iba a hacer con todo el botín. Desde ese momento un lazo invisible unió sus corazones, pasaron horas y horas durmiendo en el sofá, peleando por el mejor sitio, que siempre era el hueco entre el respaldo del sofá y el cuerpo del otro. Pero Mak no era como Enola. Él no rompía las bolsas, no lanzaba por el aire cualquier cosa que pillase, no golpeaba las puertas ni se abalanzaba sobre nosotros al ver comida. Siempre nos observaba desde el sofá, y nuestra alegría se iba quebrando un poco más cada vez. Las cadenas que se enredaron en su cuerpo en aquella remota granja no le habían abandonado, y seguían oprimiendo sus pulmones, obligándole a tomar aire cada pocos segundos…

 

Mak ha muerto. Ocurrió de madrugada tras una crisis. No pudo superarlo y su cuerpecito rechoncho y cansado cedió. Hay pocas cosas comparables a sostener el cuerpo sin vida de un bebé.

Las orejas caídas de Mak ya no se moverán mientras caminaba con ese vaivén. Sus ojos tristes ya no nos observarán desde el sofá, ya no nos empujará con su hociquillo para reclamar todo el sofá. Se ha ido pensando que eso era la vida, y nunca pudo disfrutar de las cosas hermosas que el mundo guardaba para él.

No pudimos darle uno de los mayores placeres que compartimos casi todos los seres de la tierra… el calor del sol. Le ayudamos a salir al exterior en un par de ocasiones, pero fueron días grises, con un cielo cubierto de nubes… Gris como su ánimo, triste como ese aire que lo envolvía. Tal vez le habían dicho que este mundo no era para él, y les había creído. Quizá ya se había rendido cuando llegó al Santuario. Y cuando se tumbaba cada pocos pasos para descansar sobre la hierba, no podíamos evitar preguntarnos si el mundo que le mostrábamos despertaría en él el deseo por vivir…

Y ahora que el pequeño Mak se ha ido, queremos creer que esas sensaciones que debieron invadir su cuerpo cuando se tumbaba a descansar le dieron un breve momento de felicidad, y que en algún momento sonrió pensando que ese era su hogar… Ojalá hubiera salido el sol alguno de esos días, y todo el calor de este sol de otoño hubiera lamido su piel con el afecto de una madre que ya no tenía. Ojalá se hubiera dormido con el sol acariciándole.

Nunca enterró el hocico en la tierra y cavó agujeros… Para quien no lo sepa, esa es la actividad favorita de los cerdos, pero Mak estaba enfermo y no tenía fuerzas para hacerlo. No pudo correr y frotarse contra la corteza de un árbol. Ni pudo probar las algarrobas. Ni subió a la mesa para pedirnos comida como hacía Enola. Ni se coló en la cocina para destrozar las bolsas de pienso, ni lanzó por los aires cada objeto con que se cruzaba. Ni se tumbó sobre el suelo para que le rascásemos la barriga. Ni creció. Ni se convirtió en un gigante. Ni pudo volcar el bebedero para formar un charco de barro y revolcarse en él.

Mak no pudo hacer nada de eso, a pesar de haber logrado escapar de aquella remota granja.

Y es que la explotación animal es un monstruo que no se detiene cuando cruzas los muros. Avanza sigiloso tras sus presas, y jamás afloja las cadenas con que los ata.

En el total de la explotación animal Mak es una mera cifra, una simple anécdota, una excepción. Pero al mirar a sus ojos podías entender que para él su vida lo era todo. No existen excepciones ni anécdotas.

Las víctimas que mueren no son cifras, son corazones que laten, son ojos que observan y oídos que escuchan. Son hocicos que olfatean el aire y pezuñas que recorren el suelo. Son individuos que ante todo desean vivir. Desean vivir su vida.

 

En los Santuarios estos pequeños afortunados resplandecen y conocen el mundo que les habían arrebatado. Si creemos que estos individuos son cifras, que son anécdotas, esos individuos jamás escaparán de las granjas y los mataderos, y morirán en el anonimato. Cada una de estas vidas importa… Cada una de estas vidas es única. Cada una de estas vidas desea por encima de todo vivir.

Acércate a un Santuario y observa detenidamente a cualquiera de sus habitantes. Cuando te devuelva la mirada sentirás la conexión y entonces te darás cuenta que cualquiera de ellos es como el pequeño Mak. Cuando eres capaz de ver más allá y adentrarte en sus ojos, cuando eres capaz de reconocer que hay alguien que te devuelve la mirada, entonces serás capaz de sentir su vida.

 

Pequeño Mak te has ido, pero tu recuerdo inflama nuestro espíritu de lucha impidiendo que se desvanezca. No os dejaremos solos. Ha llegado el momento de levantarnos y unirnos, de apretar nuestro pecho hasta sentir de nuevo el latido oxidado de nuestro corazón. Tus ojos tristes serán el faro que nos guíe en las noches que están por venir, y no habrá fuerza en este mundo capaz de frenar nuestro avance. Nuestro compromiso está sellado con sangre y no fallaremos.

Pequeño Mak la noche llega a su fin y los primeros rayos del amanecer muestran que no hablamos en vano. Levantaremos un Santuario capaz de dar vida donde otros dan muerte. Seremos la luz que ilumine la oscuridad. Nos postramos de rodillas ante tus pies y te entregamos nuestra vida. Y estos seres insignificantes que te ofrecen su vida lucharán día tras día para llevar tu mensaje a todos los rincones de este mundo. Lo haremos por ti, pequeño Mak, y por todos los que han de venir. Y lo haremos hasta que la última de las jaulas esté vacía.